Miércoles, 18 Marzo 2020 12:33

Corazón y alcohol en gel

Por: Carlos Ulanovsky Por: Carlos Ulanovsky El Cohete a la luna

En pocas semanas el mundo que nos tocó se convirtió en un lugar en suspenso. Desde hace dos o tres días, mi computadora está apestada de anuncios de suspensiones, cancelaciones, postergaciones y reprogramaciones de todo tipo de espectáculos públicos, desde los masivos hasta los más íntimos. Alguno eligió un modo discreto de anunciar: “Pausa temporal”, estableció. Ojalá.

Lo que viene pasando hace como un mes en buena parte del mundo es una película de terror que todavía no se le había ocurrido a nadie y, para peor, con final incierto. Como si fuera una guerra sin antecedentes, por el momento nos cuesta entender de qué lado ponernos. Ningún lugar posible garantiza paz, alivio, reparo, contención. Hasta los mercados, esos que jamás arrugan, están cagados en las patas. Como flechas que se incrustan allí donde más duele, circulan palabras no del todo entendibles como epidemia, endemia, pandemia.

Es parte de la, por el momento, falta de explicación científica, motivo de una charlatanería que por lo sorpresivo y desconocido del virus da para todo y, como si fuera poco, la actitud de los medios que, aquí y en todo el mundo, solo hablan de este tema tampoco contribuye a despejar inquietudes, sino todo lo contrario. Escuchamos desde locas supersticiones a conspiraciones paranoicas: ¿laboratorios norteamericanos crearon de la nada esta cepa mortal y se la plantaron a China? ¿Podrá ser?

¿Dónde quedó ese malestar común llamado gripe que se solucionaba con un poco de cama, tecitos calientes y un par de aspirinas? Ese padecimiento que todos sufrimos alguna vez se transformó en un muñeco maldito e intratable llamado coronavirus. En pocas semanas el mundo que nos tocó se convirtió en un lugar en suspenso. En China, en donde parece que empezó todo, la cosa está pasando, pero durante semanas, mientras miles de seres caían como moscas, nada fue suficiente. Ni llevarse la tarea al hogar, ni borrar todo signo humano de las calles, ni las múltiples alternativas virtuales. En Italia dicen que los agarró con la guardia baja, con dificultades en los sistemas de salud establecidos y, de un momento para el otro, paralelo al número de fallecidos se desbordó el consumo de tranquilizantes, que, al final, ni para eso sirvieron. En España circularon barbijos truchos y un bactericida de marca fue al tacho de la basura por su insignificante efecto. En Francia el libro más solicitado en estos días fue uno que Alberto Camus escribió en 1947, La peste, una ficción que se desarrolla en Orán, Argelia y que muchas reseñas de aquel tiempo interpretaron como una metáfora del nazismo. “Como las guerras, las pestes llegan cuando la gente está más desprevenida y ya nadie piensa en ellas”, sentenció Camus.

Hasta que se demuestre lo contrario, el mundo sigue cerrado, hostil, acechante, peligroso. La Argentina también: hoy, un estornudo en un subte en hora pico puede alcanzar dimensión de drama. Hasta ahora, las autoridades parecen pilotear la situación.

En 1956, quien esto escribe recién había concluido la escuela primaria cuando llegó la epidemia que más recuerdo y la que más miedo me provocó. No sabía exactamente lo que era la polio y sus consecuencias, pero por un lado las conversaciones en voz baja de mis viejos y otras nuevas y extrañas previsiones me hicieron dar cuenta que algo muy preocupante estaba ocurriendo. Nos hacían salir a la calle con una bolsita colgada del cuello que contenía una pastillita de alcanfor y, a cada rato, nos ponían a inhalar un yuyo de eucaliptus. En los barrios, los padres se arremangaban y antes, o después, del trabajo blanqueaban con cal paredes, cordones y árboles. Con los años supe que esos recursos elementales, aunque de fuerte valor simbólico y solidario, eran paliativos completamente inútiles. Los chicos de familias más adineradas eran llevados a lugares distantes de Buenos Aires con el propósito de ponerlos a salvo. Peregrina idea, porque la epidemia recorrió el país de punta a punta. Sobraba voluntad y abundaban la ignorancia y el temor, pero faltaba lo esencial, que era la vacuna, ya eficaz y en uso en otros sitios del mundo. Inventada por el doctor Jonas Salk, llegaría a la Argentina unos meses después. Más adelante comenzó a utilizarse la Sabin oral. Aquel brote de parálisis infantil provocó más de 7.000 casos entre niños infectados y fallecidos. Nuestro país dejó atrás a la poliomielitis avanzada la década del ’70.

Aunque todavía no sucedió, la Argentina también corre el riesgo de tener que volver más estricto el nomenclátor de cancelaciones y el movimiento normal de las ciudades y pueblos. Eso sería especialmente grave en términos económicos. Una pena enorme. Cuanto más necesitábamos del afuera, más encerrados tenemos que quedarnos. Cuanto más precisábamos de abrazos solidarios, tendremos que conformarnos con codearnos. Cuando nos proponíamos cantarle las cuarenta a los que nos dejaron en la lona llega, como amenaza, la posibilidad de una cuarentena. Que, si, por ejemplo, empezara hoy mismo, domingo 15 de marzo, se prolongaría hasta el 24 de abril: el portazo del miedo podría generar una hecatombe económica en numerosos sectores. Lo que queda es respetar las instrucciones oficiales, pasar con mucha agua el duro trago y lavarse las manos cuantas veces sea necesario, lo que en circunstancias como las actuales equivale, justamente, a no lavarse las manos.

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